EL CRÍTICO
CAPÍTULO 2:
(500) DÍAS CON MARINA
El restaurante no es lo bastante caro como para sentirme incómodo al invitarla a cenar, ni lo suficientemente cutre como para que ella se sienta incómoda aceptando mi invitación. Lo que está siendo tenso es el silencio que se ha creado entre sus labios de carmín y mis enormes carrillos inflados de fetuccinis al pesto. Están de vicio.
Se llama Marina y tiene mi edad, aunque se conserva mucho mejor que yo. Quizá tenga algo que ver con el hecho de que me esté atiborrando a carbohidratos a las once de la noche. En mi defensa diré que su ensalada César no tiene ni la mitad de pollo que aparece en la imagen de la carta. La clásica confrontación expectativa versus realidad que nace de las fotografías comerciales de comida a la que se trata con más mimo que a una modelo de pasarela.
Hace algo más de un año que nos conocemos. Según el contador de la página web de contactos, 504 días exactos. Se trata de uno de esos portales que proliferan para tipos como yo, que tenemos miedo al mundo real y nos salvaguardamos tras emoticonos amarillos en una pantalla de quince pulgadas. Y no tengo porqué justificarme más.
A Marina y a mí nos asignó nuestra afinidad. Y es en este caso cuando imagino a un becario en el cuartucho más infesto de las oficinas de la web, seleccionándonos porque ambos marcamos en nuestros intereses el cine como primera opción. Destino, sino, amor verdadero, estaba escrito… No. Casualidad. Todo se reduce a ello. Simplemente casualidad.
Tras 499 días hablando, la semana pasada dimos el paso de vernos en persona por primera vez. Esta noche es la segunda, y en ambas ocasiones ninguno de los dos nos hemos atrevido a divertirnos. Aunque seamos adultos, sentimos la frialdad de este tipo de encuentros y la obviamos haciéndonos los progres, cuando en realidad nos está consumiendo por dentro. Marina es simpática, pero ahora mismo no puedo pensar en ella más allá del camino que hay del restaurante a su coche. Creo que es por lo de Lara.
—Entonces —suelta, rompiendo el silencio de golpe—, esa foto que me enviaste… ¿Era de verdad John…?
—Cusack. Sí.
—Ah, qué suerte.
Suena más como un cumplido que como si de verdad le pareciera interesante.
«John Cusack protagonizó la última de catástrofes naturales de Emmerich, 2012», empiezo a divagar. «En ésa aparecía Woody Harrelson haciendo un papel de flipado. Y ahora todos están flipados con él y con True Detective. Matthew MaCona… MaConahu… McConahe… Su compañero de reparto también está que se sale en su primera temporada. Tengo que terminar de verla».
Mierda. Marina acaba de preguntar algo y no me he enterado.
—¿Qué? Perdona. —digo, mientras sonrío estúpidamente.
—Que qué pelis ha dirigido.
—Ah, ninguna. Matthew McConahi… Es actor, sólo actor.
—¿Matthew “McConahi”? —ella también se traba, hasta se extraña del nombre. Pobre—. Me refería a John…
Y dejo de escucharla para seguir a lo mío. Suena borde, pero soy así y debéis conocerme.
«Matthew McConapellidodifícil se ha convertido en el actor de moda de este año, y no hay persona en la faz de la Tierra que no espere el que será su próximo taquillazo: Interstellar, de Christopher Nolan. Y el bueno de Nolan dirigió al bueno de Gordon-Levitt en Origen y en la tercera de la Trilogía de El Caballero Oscuro».
«Un momento. Caballero, caballero… Joder. Hora de volver a la mesa y portarse como tal».
—Y… y… —Y no tengo ni idea de qué hablar—. ¿Qué tal… tú? —digo de manera aleatoria.
—¿Yo?
—Sí. ¡No! Tu… Tu negocio de plantas. Porque, tenías un negocio de plantas, ¿no?
—De flores. Una floristería. Y no va mal. Es una tiendecita pequeña, pero la única del barrio, de modo que me sale rentable.
Y comienza a parlotear sobre plantas. O flores. Y ramos. Ramos de novias, de enamorados. Ramilletes para bautizos y coronas para funerales. También de algo llamado bouquets que suena repateante. Y pienso que debería haberme quedado en casa, y haberme ahorrado el día 504, las expectativas versus realidad, la casualidad y Gordon-Levitt.
Entonces, automáticamente, pienso en (500) Días juntos. Irónico. He ido a dar con una de las poquísimas comedias románticas que no acaba como todas. Un lavado de cara al género, a la relación idílica. Pequeñas bofetadas de realidad donde menos te lo esperas y con unos personajes con la complejidad casi a la altura del drama.
El teléfono móvil de Marina suena en el interior de su bolso interrumpiendo el discurso que no estaba escuchando.
—Oh, disculpa, tengo que cogerlo —«En serio, insisto: no te estaba prestando atención. Cógelo»—. Mi hijo está con la niñera. Bueno, en realidad es mi hermana, pero… Puede ser… algo… Disculpa.
Lo encuentra en su atestado bolso y contesta.
Da tiempo y vía libre a mi divagación.
«(500) Días Juntos. Eeeh… Veamos: me quedo con el narrador de cuento, con su estructura temporal y con la evolución marcada y a la inversa de Tom y Summer. Sí, esa vuelta a la tortilla (deliciosa, por cierto) es de agradecer, porque rompe el esquema eterno de que son las chicas las que creen en el amor. Y, ¡por Stanley Kubrick!, somos nosotros los que nos enamoramos de la bellísima Deschanel sin darnos cuenta, y recorremos las fases de una relación en plena montaña rusa sin vomitar. Sin vomitar arcoíris, quiero decir. Más allá de su estética e, incluso, de su triunfal número musical post-coito, o de la pantalla partida en un acierto de secuencia en la que se baten expectativa y realidad, (500) Días Juntos no es tan artificial como cualquier otra comedia romántica que se nos pueda venir a la cabeza. Sin duda…».
—Ya. Está todo bien, un berrinche tonto. —Vuelve a guardar su móvil—. ¿Sabes? Lo siento, tengo que decirlo, pero eras muy divertido por Internet. Me reía mucho leyéndote.
—Eso… eso es porque escribo mejor de lo que hablo. Y con mucha más frecuencia, de hecho.
«Sin duda, la realidad nunca supera las expectativas. Y que la web de contactos nos uniera tiene tanto que ver con la casualidad como el hecho de haberme acordado de (500) Días juntos. Todo se reduce a ello. Simplemente casualidad».
Cuando llego a casa son más de las doce: 505 días, aunque no tan juntos. Subo hasta el dormitorio en silencio, para no despertar a Lara. Pero, qué estupidez; oigo ruido en su habitación cuando paso por delante. A veces soy demasiado ingenuo.
—¡No me jodas, Lara! —oigo tras su puerta.
Pero no es su voz, es la de un chico. Y ahora sí que la escucho a ella, sollozando.
Cruzo el pasillo rápido y abro la puerta de golpe.
Expectativa: mi hija durmiendo plácidamente en su cama.
Realidad: mi hija sostenida por los hombros por el chico que abusó de su compañera de clase.